En procesos electorales anteriores, la precampañas fueron sometidas a una especie de satanización en virtud del desorden que implicó su realización, a la nula vigilancia sobre el financiamiento que se utilizó y al alargamiento extralegal de los tiempos de proselitismo de los aspirantes a candidatos que las aprovecharon al máximo.
Sin embargo, las precampañas tienen ángulos positivos dignos de ser resaltados. El primero de ellos es su implicación en la probable apertura de los sistemas de selección de candidatos dentro de los partidos, mediante modelos promotores de la participación de un número cada vez mayor de ciudadanos en esas definiciones internas. Con más o menos éxito en cada experiencia aplicada; con más o menos resistencias dentro de cada partido; a pesar de las simulaciones y de las denuncias de irregularidades, que no escasean; es evidente cómo, dentro de los partidos políticos, se van abriendo cauces para tratar de darle mayor legitimidad a las postulaciones partidistas y para intentar posicionarlas con ánimo competitivo ante los electores.
Este fenómeno no se presentaba antes en nuestro sistema político, pues los partidos escogían a sus abanderados a través de procedimientos que iban desde el “dedazo” hasta las convenciones de delegados o, a lo más, a las asambleas de militantes. El cambio impreso por las precampañas, más ahora sujetas a reglas precisas, pudiera evaluarse como un avance político y tal vez deje de ser catalogado socialmente con una imagen negativa.
Aunque parece contradictorio, un procedimiento que ayuda a refrescar la vida interna de los partidos, en lo que se refiere a las formas de tomar la decisión sobre los nombres de quienes contenderán como sus candidatos en los procesos electorales constitucionales, se convirtió en piedra de escándalo por culpa de un brote de desviaciones respecto al modelo de las llamadas “elecciones primarias”, que se gestó ante la ausencia de reglas.
Las precampañas se empezaron a desarrollar bajo el influjo de factores subjetivos (como la ambición de ser, que los presuntos aspirantes no pueden contener, las ansias añejadas de tantas veces pospuestas o la insistencia de quien ya tuvo oportunidad de competir y siente que ahora si la hará si empieza su labor con anticipación); que se mezclaron con razones de urgencia política (desde la búsqueda de colocarse en la mira de opinión pública para elevar los índices de reconocimiento del nombre del interesado en las encuestas, hasta la estrategia partidista de salir primero para tratar de ganar terreno en la contienda).
Entre las reacciones, frente a su generalización irregular, alentadoras de la imagen negativa, encontramos el uso del tema para intentar demeritar al contrario ante la ciudadanía, acusándolo, por lo menos, de adelantar los tiempos o, en el caso de funcionarios públicos con posibilidades e interés conocido por contender, procurar mantenerlos a raya, a ver si le bajan en su presencia en los medios de comunicación, sin dejarles pasar nada que, desde el ejercicio del puesto, les pueda significar el mínimo beneficio en la perspectiva electoral. Evidentemente, el caos aparente de aspirantes sin control buscando las postulaciones oficiales en los partidos, alimentó la opinión contraria a la existencia de las precampañas.
Un periodo único para su realización; mecanismos de control sobre el origen y destino de los recursos usados para financiarlas; reglas para la difusión y colocación de la propaganda similares a las de campaña; y, prohibición de entrega de dádivas para inhibir el fenómeno de la compra y coacción del voto, son parte fundamental de las nuevas disposiciones, que con las atribuciones consecuentes de las autoridades electorales para su correcta aplicación, deben alentar una nueva perspectiva entre la ciudadanía hacia este aspecto de los procesos, tan criticado en el pasado.
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